Un día, cuando tenía siete años, su madre le preparó el mismo bocadillo con la misma mantequilla que desde hacía algunos años, siempre lo mismo para desayunar y esto era de su agrado. A diferencia de los demás días, este coincidía con el día de Reyes. El chico nervioso no comió esa mañana el pan untado deseoso de abrir el regalo, a lo que su madre le advirtió que mientras no comiera el pan no abriría el regalo. El pequeño no entendía bien, porque podría hacerlo después igualmente y todo sería como todos los días, pero algo entendió como que no debía ser así. Su madre, consciente de que el joven acabaría aceptando, guardó el regalo y el pan, envuelto este en papel celofán en un armario. Pero el chico optó por no comerlo, era su decisión. Así, pasaron los días, los meses, los años.
Pasaron en total treinta.
Pasaron en total treinta.
Una mañana, en una comida familiar típica de cada domingo su madre contó la historia al hijo del chico, ahora crecido, de cómo un día su padre no quiso comer aquel pan hecho por ella. Sonrió este, viniendo a su memoria aquel instante, -¿lo tienes aún?-, a lo que su madre contestó que por supuesto. Y entre bromas preguntó de nuevo -¿y por qué no me lo das?, el pan habrá caducado-. Su madre entonces se levantó de la mesa, y con el gesto y maña de antaño cortó y preparó una buena rebanada con la mantequilla, esta ahora parecía más pequeña para él, y sin mencionar palabra s la comió en un abrir y cerrar de ojos. -Mi regalo!- pidió. Y su madre presta salió de la habitación para regresar con aquel paquete. Aquel hombre rompió el envoltorio con alegría recuperada, regresando así tantos años atrás, sacó el juguete, era una locomotora de madera, con un conjunto de vías circulares, pero aquel juguete no le causó la menor ilusión, ya no.
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