El niño con la cabeza de calabaza

Siempre que el niño con cabeza de calabaza caminaba rara vez miraba al suelo, de ahí las heridas en las rodillas. Miraba a los pájaros, miraba las aspas de los molinos, miraba cualquier cosa, menos al suelo, y tal vez lo más importante estaba ahí, pero se daría cuenta tarde, muy tarde.
Al igual que una sombra cuando el Sol está delante, aquello estaba siempre tras el. Era aquello que le cuidaba las lazadas de sus zapatos naranjas, como su cabeza de calabaza, para que el niño con cabeza de calabaza no tuviera que preocuparse de que sus pies tropezaran y se encontrara con lo que descuidó siempre, el suelo.
Tenía la estúpida idea de caminar hasta llegar a la Luna, creía en poder alcanzarla de un buen paseo nocturno. Quién podría llegar hasta allí si no él, se sabía diferente, y lo era. Cada noche caminaba un poco más, y cada vez más lejos, pero incluso con el reflejo de aquello que era su objetivo, lo que nunca le abandonó no dejaba de vigilarle cada paso, quizá nunca creyó, al igual que el resto, en el fin de su viaje, pero tenía la misma fe que el niño de la cabeza de calabaza, o al menos así caminarían juntos.
Una noche, levantándose de entre las hojas donde decidió la noche antes dar descanso a su caminata de horas, advirtió que había perdido ya su casa, que no podría volver. Se miró las manos entonces, eran de color diferente a las de los demás niños que seguían jugando en el patio de cualquier sitio. Acariciando su cabeza pensó, -"es naranja, ninguna cabeza es como la mía"-. Apretó los puños y miró a la Luna, -"te alcanzaré"-, y la diferencia vio que le daba fuerza para seguir su camino, nunca dudó de sí mismo.
Fue un día que atravesando un paso lleno de insectos y demás seres que le parecían repugnantes fue sorprendido por el ruido de una enorme lechuza, a la que le preguntó si quería ser su compañera de camino, que tendría para ella un sitio allá donde iba, la lechuza partió hacia lo alto del cielo. El niño con la cabeza de color naranja se enfadó por tal desprecio, pero sonrió, pensando que la lechuza había tomado la decisión errónea y si tenía la oportunidad se lo demostraría para su propio regocijo, y siguió caminando. Poco más adelante encontró un par de ardillas, se peleaban en la base de un árbol por llevarse a su boca un resto de nuez desgastada. El niño con cabeza de calabaza se arrodilló, y mirando al cielo como quien habla con un tercer dialogante les dijo -"tengo pensado llegar a la Luna, si me acompañáis.."- antes de terminar la frase se percató que se habían perdido entre la espesa maleza del bosque. Esto le enfadó, no recordaba haberse nunca encolerizado tanto. Maldijo mil veces al interior del bosque, gritó tan fuerte que Nadie le hacía falta, que en su último alarido se hizo un enorme silencio en el bosque, incluso se notó más ligero, por lo que entendió que era el momento de llegar. Esta vez sí.
Pero sus pies no dieron dos pasos sin perder el equilibrio, se cayó en repetidas ocasiones, sus rodillas y sus manos sangraban, tenía miedo, se sintió solo y la Luna parecía ahora mofarse de su estado y su torpeza. En un último intento cayó. Su cabeza de calabaza se abrió como tal al caer sobre una piedra que parecía haber sido puesta allí con la más firme intención de ser lápida y fin de las esperanzas del muchacho.
Los trozos de su anaranjada cabeza se fundieron rápido con el polvo oscuro y los minúsculos animales del camino. Sobre aquella piedra no tardó en posar una lechuza, y con ella, las pequeñas ardillas que decidieron posponer su disputa por la desgastada nuez, y un sin fin de animales más que habían sido despreciados compañeros de viaje del niño con cabeza de calabaza, y se retiraron, cada uno por donde habían venido, en silencio.

Quién podría llegar hasta allí si no él, se sabía diferente, y lo era.


De piratas sin tesoro

Estuve en un barco, que navegaba más las noches que los días, y alguna vez naufragó, pero salí bien parado, no así algunos miembros de la tripulación. Menuda gente.
Tuve amigos y otros conocidos piratas de los que no guardo malos recuerdos, ni buenos tampoco. A destacar una gata que subió a bordo de improviso, llamaba la atención sus largas pestañas. Nadie se percató de su presencia. Como buena felina era sigilosa, pero por la noche su llanto no me dejaba conciliar el sueño aunque nunca le vi llorar. Alguna vez traté de acercarme, era entonces cuando mostraba un lado amable, no huía, pero tampoco se fiaba, quizá no le interesaba hacerlo. Fue cuando entendí la incompatibilidad entre las razas animales. ¿Amigos felinos y piratas? sólo muy de vez en cuando, y eso que tienen más en común que muchos hombres con los hombres.
Una noche, el insomnio y la certeza de encontrar a aquel felino en cubierta me hicieron salir al encuentro, no sin antes proveerme de todo lo que sabía podía necesitar y disponía en mi camarote.
Como un muestrario de enseres y alimentos coloqué delante del animal todas mis posesiones que ahora quería regalar. Con y sin Ron supe leer cada contracción en sus pupilas. No necesitaba nada de eso, no gritaba un lamento por lo material. Su necesidad era tal vez...
Entendí que lo mejor sería regresarme, y como caridad me regaló una imagen, una herida abierta atrás en su costado, no era algo que se hubiese hecho en aquel barco, fue en tierra, lejos de allí.
Entre los enseres dispuestos no había objeto para su cura, no llevé alivio para ello, ni tenía intención de buscarlo, también mis pies me dolían. Entonces retirada, que no victoria.
Tampoco conseguiría mucho si preguntaba a Andrés cuánto de esa historia fue así, así que le pedí que me contará otra más, la última antes de irnos a dormir.

La vuelta

A ver que traía, a ver si aparecía con mejor cara que cuando se fue. Eso era lo que pensaba allí sentado.
A lo lejos vi una cabeza que sobresalía por encima de la mayoría, ya empezaba a sonreír, me había visto antes de bajar del tren y venía directo hacía mi. Frente a frente un corto silencio. "Estás echo una pena cabrón",
el contestó, "Infantilmente mejor si mientes". Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó una hoja de papel y me la dio.
"Para que no preguntes más". Me daba igual lo que hubiera escrito, ya había vuelto. "¿Dónde me invitas a cenar?" y nos fuimos de allí.